El bar de los susurros era un concepto extravagante digno
de una buena escena de comedia, una idea
que fuera de su contexto esperpéntico se deformaba incluso más que dentro de
éste. Cuando mi amigo me comentó esta locura creía que era una de sus idas de olla,
hablaba de ella eufóricamente como si fuese una nueva invención que iba a
cambiar el mundo contemporáneo tal y como lo conocemos; no, es más, daba la
sensación de que se trataba de un cambio generacional: el inicio de una nueva
etapa histórica. Si ya era difícil averiguar cuándo estaba utilizando el
sarcasmo, en aquella ocasión me resultó totalmente imposible, al final desistí
y opté por hacer como que le escuchaba mientras él gesticulaba sin ningún
criterio y utilizaba adjetivos rimbombantes para describir aquella banalidad. He
de reconocer que de camino a casa al ver el escaparate de una cafetería mi
mente me transportó forzosamente hacia esa escena, como era de esperarse no
pude evitar dejar escapar una leve risa, un suspiro casi, nada más y nada menos
merecía ese recuerdo.
Y soñé con esa idea:
un bar plagado de gente cuyos bigotes desafían las leyes de la física,
vestidos de la época victoriana, monóculos, vinos a los que alguien pedante
admira casi a suspiros, cortejos citando a Shakespeare, copas cuyos nombres son
imposibles de pronunciar, nombres franceses que van de aquí para allá sin saber
exactamente por qué, una banda de jazz cuyo saxofonista sopla a varios
centímetros de la boquilla, todos bailando al ritmo que marca un platillo cuya
vibración se puede clasificar en menos un millón en la escala Richter, risas
ahogadas literalmente, alguien se atraganta y se retuerce sin emitir un solo
sonido, cubiertos de goma; yo atónito observando ese extravagante espectáculo
sin llegar a comprender absolutamente nada, sin llegar a escuchar una
sola de las palabras, música o Dios sabe qué sonidos danzan por allí exactamente. Mi amigo está allí sentado, ¿hablando?, me acerco para
preguntarle qué demonios está pasando, por qué parece reírse divertido y yo no
soy capaz de escuchar absolutamente nada, ''no tengo ni idea, yo tampoco me estoy enterando de nada''.
En el bar de los susurros el silencio se perturba,
la sonrisa entumecida ya no casa ni en la copa,
desdibuja hasta la boca desviando la mirada,
nadie entiende, nadie quiere porque nadie dice nada.
Un susurro que no cesa disparado a quemarropa
indifiretente se desliza por el velo de la novia,
bala inerte entristecida una herida no despierta,
noche y día se confunden, la velada yace muerta.
En el bar de los susurros la verdad es silenciada,
conocida, eso es cierto, pero siempre susurrada.